jueves, 11 de febrero de 2016



Esta mañana me vino a la mente el primer empleo que tuve, en un call center, vendiendo planes de salud. Tras numerosos intentos sin éxito, me atendió un tipo que demostraba cierto interés. No tenía cobertura médica, por lo que era un potencial cliente. La traía en buenos términos a la conversación, incluso llegó a contarme cómo estaba compuesta su familia.

Tomé confianza y le expliqué los precios del plan familiar, y que había que abonar $3 de co-seguro en algunos casos. Entonces el hombre se contrarió y me protestó “Ah, pero al final se paga un extra por todo...”. Yo, falto de experiencia, pésimo vendedor, le retruqué: “Bueno, pero supongamos que su hija se quiebra un brazo… $3 no es mucho, señor…”. Y ahí la comunicación se volvió inflexible, me contestó “por qué no te quebrás vos, hijo de puta” y me cortó.

El hombre reaccionó mal, pero no se lo dije con mala intención. Tampoco es que le pronostiqué leucemia o trasplante de médula a la niña. Puse de ejemplo una quebradura de brazo, un accidente doméstico, para que visualizara el servicio en funcionamiento. La abuela llevándole regalos; las amiguitas firmándole el yeso en el colegio; el compañerito que le gusta ayudándole en el dictado de la maestra, duplicando el escrito con papel carbónico.

Lo cierto es que el hombre se lo tomó muy a pecho y resulta que yo también, porque esa tarde regresé a mi casa con una angustia fulminante que – a trece años– todavía me dura.
Dos míseros días ocupé el puesto. Después de esa llamada presenté mi renuncia indeclinable.

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