miércoles, 28 de enero de 2015

La viuda de Acuña


Se llama Elisa Gauna y es la viuda de Mario Acuña, un peón de albañil fallecido en la construcción.
Acuña, que no llevaba el arnés puesto, resbaló y cayó de un décimo piso por el hueco de un futuro ascensor.Para las estadísticas, era el octavo obrero muerto en la ciudad en lo que iba del año.

Pasaron 18 meses y 14 días desde la tragedia. La viuda toma una decisión.
Deja esa tarde a la beba en lo de su suegra, la abuela que de seguro bien la va a criar.
En la pañalera guarda las llaves de la casita que Mario levantó solo, a pulmón, paleando los fines de semana.

Se detiene en la puerta del mismo edificio (inaugurado) donde encontró a su marido frío y cubierto de sangre, tapado con una bolsa de consorcio.Prende un cigarrillo allí y se lo fuma parada, mientras espera la llegada de algún residente.
Llega una pareja, se cuela detrás de ellos y consigue entrar.

De frente se topa con el ascensor en funcionamiento, subiendo y bajando por los límites del hueco oscuro que se llevó la vida de Mario. De haber estado antes…, quizá se hubiese quebrado algunos huesos y salvado.

Encuentra las escaleras y comienza a subirlas.
¿Quién se hace responsable de tantas muertes? Son trece víctimas fatales las del 2011.
Más de un trabajador al mes, ¿es mucho o es poco? ¿Es suficiente, o no lo es, para tomar medidas que puedan evitarlas?

Tercer piso.
Dejan a las criaturas sin padre, a las mujeres sin maridos.
Cuarto.
Si tuviera más coraje, ella tomaría un arma y mataría a los culpables.
Hasta se imaginó la escena: los lleva a punta de pistola hasta la cúspide, los obliga a arrojarse y luego los contempla estampados contra el asfalto, desde las alturas, hasta que lleguen la prensa y las autoridades.
Quinto, un nivel más, sexto, al dueño de la constructora que le pagaba a Mario en negro.
Más escalones, más pulsaciones, séptimo piso ya.
Al capataz, que no le exigió a él que se sujetara por lo menos con una soga.
Octavo, el cuerpo caliente y agitado, el nudo estomacal, las lágrimas derramadas, el insomnio, la ceguera.
Al de seguridad e higiene de la Uocra, que cobra pero no controla, también a los hijos de puta de la Dirección de obras de la Municipalidad.
Noveno, décimo, se mete en la terraza.

Ellos deberían estar caminando por la cornisa en la que se halla ahora.
Mira para abajo, qué pequeñas se ven las cosas: los carteles, las personas, los árboles, los bondis que pasan, y que de a poco se agigantan cuando salta al vacío y repite allá voy, allá voy con vos, mi amor.


lunes, 12 de enero de 2015

Calcomanías


1.
La calcomanía en la parte derecha de la luneta dice “Cariló 2008”, año en que veranearon juntos en la costa. La causa es la siguiente: una mañana cálida, el Papá estacionó a pocas cuadras de la playa, descendieron del auto y se fueron al mar. Al regresar, la encontraron pegada sobre el cristal trasero. La familia se dirigió hacia el hotel, a ducharse y prepararse para salir a pasear. Esa noche, tras una lista de espera, cenaron en la pizzería Cuarto Menguante.
Al volver de las vacaciones y, a pesar de varios lavados, el adhesivo sigue adherido.

2.
Otra calcomanía a la vista es  “La Casa del Parabrisas”.  La pusieron los empleados del taller, la tarde en que el Papá decidió polarizar los vidrios del vehículo para resguardar la intimidad familiar, o por si se presenta la oportunidad de subir a una amante en el asiento del acompañante. Aunque a la Mamá le parezca grasa, pasaron los días y nadie de la familia se puso a despegarla.

3.
Hay una tercera, contorneada y negra, de vinilo. Un tanto naif, pero es la nueva moda. Se luce en la chapa plateada oscura, a centímetros del logo de Renault. En ella está cada miembro de la familia, uno al lado del otro, representados en forma de caricatura: Papá, Mamá, el Hijo, la Hija y el Gato.

4.
La cuarta tiene la bandera argentina de fondo y delante la frase “El campo somos todos”.  Se la ofreció una promotora al Papá en un peaje; éste  aceptó sin dudarlo un instante, mientras le miraba las tetas por el espejo retrovisor. A un costado de la ruta, otro grupo de chicas exuberantes hacían campaña, montadas encima de un tractor.

Sin embargo, el Papá nació en la ciudad. Una vez contó que su abuelo al llegar al país, por ser blanco y europeo, recibió del Estado algunas hectáreas de tierra para producirlas. Pero tuvo catorce hijos y, tras la herencia, las hectáreas se redujeron a campitos. Y luego treinta y siete nietos, y los campitos se achicaron a terrenos. Entonces el Papá vendió uno de mil quinientos metros que le tocó en el reparto, para pagar una deuda con la tarjeta de crédito.

La Mamá también nació en la urbe. Su sueño incumplido es tener una casa de campo, para ir a descansar los fines de semana del estrés que le genera la ciudad. De ser posible con pileta, porque en el verano los ríos se llenan de negros.

El Hijo es un bicho raro, que usa piercings y anda en patineta. Aunque de vez en cuando viaja a las sierras, se toma una dosis de LCD y se conecta con la naturaleza. Piensa que el cartón le pega mejor en el campo que en las fiestas electrónicas.
Lo único que cultivó en su vida fue marihuana dentro del placard de un amigo y - si del “ser nacional” trata este texto- fue con semillas que vinieron en una piedra desde Paraguay.

La Hija no está en condiciones de sostener que ella es del campo, ni mucho menos que el campo somos todos. Es una niña de siete años. Apenas puede decir que es de su papi y de su mami, o que es de River, como le enseñó a repetir el Tío.
Este trimestre en la escuela hizo una germinación en un papel secante, que humedeció y colocó en un frasco, siguiendo las instrucciones de la maestra. Y el brote fue de poroto y no de soja.

El menos campesino de todos es el Gato. Fue criado en cautiverio, lo eligió la Hija en la veterinaria de un shopping, come alimento balanceado, y mea y caga adentro de una caja plástica con piedritas artificiales.