jueves, 13 de octubre de 2011

un viaje a Casa Cuna



¡Andá a llorar a Casa Cuna!, me recomendaron, y para allá me voy.

En el A10 viajamos una procesión de infelices con destinto a Casa Cuna.

Somos un contingente de perdedores que no saben a quién diablos reclamarle sus penas.

Necesitamos una explicación, una respuesta, una razón milagrosa y sanadora.

En los antepasados, los tristes y desdichados como nosotros iban directo a llorar al Campito. Ahora ya no existen: el boom de la construcción los llenó de edificios.

Cruzamos el puente Santa Fe y ya no puedo más, quiero explotar en llanto y ser una cascada del Suquía. “Infinita Tristeza”, escribo sobre el vidrio empañado de la ventanilla. Una señora con los ojos morados, sentada a mi lado, me contiene: aguantátela nene, ni se te ocurra llorar que ya llegamos.

¿Sabe hace cuánto que no lloro, doña?, le contesto, entrecortado, como si tuviese una bolsa de nailon bailando un tango en mi garganta. Desde 1995, para ser preciso, cuando murió mi abuelo se me hizo hielo el alma.

Y rueguen que no estén de asamblea en Casa Cuna, interrumpe nervioso un tartamudo que no para de tiritar, aferrado al pasamano. Porque sino, dice, porque sino, tendremos que irnos a llorar al Colón. ¡El teatro Colón está cerrado hace muchos años por la corrupción!, grita la embarazada del primer asiento, domiciliada en un pasaje de Alberdi. El padre del bebé se borró al enterarse que la preñó, y no sabe qué hacer, está desesperada. Aprieta el pañuelo con fuerza contra sus ojos, contrae los parpados con insistencia; debe evitar que se derrame su desgracia antes de tiempo.

Ya falta menos, menos mal, se nos está hinchando la cara a todos los pasajeros. Un niño harapiento agita desde el fondo: chofer, chofer, apure su motor, en este viaje urbano nos morimos de dolor. Nos bajamos unas cuadras antes, que viene bien, para juntar un poco de aire. El chofer tiene los ojos vidriosos, la angustia lo cachetea, pero la caretea, por eso no se quita ni un segundo las gafas.

Caminamos como en patota, un tanto disgregados. En la puerta de Casa Cuna hay un quiosco de revistas. Mirá a Zaira Nara, esa si que la hace bien, dice una gorda despechada, señalando un semanario: cambia de amor a la semana, como si nada.

A esta altura, yo ya no escucho ni los ruidos del tránsito. Me concentro exclusivamente en contener el llanto, lo más que pueda. Pienso en Daniel Flores, mi ex compañero de call center. Mientras atendíamos cientos de reclamos, una puteada tras otra, en un estado deshumanizado, este jujeño grandote leía poesía, y atendía llamadas a la vez, un espectáculo real. Y lloraba: juro por Dios que mientras en su box atendía, leía poesía y lloraba. Cómo no acordarme de vos, en éste, el momento de mayor sensiblería que atraviesa mi vida.

Antes de entrar al hospital, y al fin llorar (que es lo que más necesito en este día), me acuerdo de vos Daniel, de cuando soñábamos ser periodistas, y así poder denunciar la explotación campesina en los ingenios de tu querido pueblo de Ledesma.

Me acuerdo de vos, y de la moraleja que me dejaste, en aquel poema de la laguna de los cisnes: La gente hace sus propios cálculos, hermano, y una lágrima mía nada importa.

miércoles, 5 de octubre de 2011

una mueca

Te vas

y cada paso que das me ahueca,
a quemarropa,
a medida que te alejas.

Vuela una lágrima pasajera;
entre la gente se cuela
y puede herir a cualquiera.

Una bala angelical
eso es tu despedida;
me consuela saber
que viaja directo a mí.

Te vas
y mientras desvanezco me pregunto:

¿adónde irá a parar
lo que dejás escapar
como si nada sucediera?

Te vas
sin rumbo

y caminar por la peatonal
es patear un tablero de ajedrez;
me consuela saber
que te fuiste y yo caí.