martes, 28 de diciembre de 2010

Quemar

"si los leones pudieran hablar, no los entenderíamos" (Ludwig Wittgenstein)


Pasaba por el mercado de las pulgas. Madrugada, la zona oscura.

Me cruzo con los travestis, saludo a Laura y sigo. Camino por la Cañada un poco borracho. Alguien me quiere vender merca al paso, y digo no, gracias, mi única intención de inhalar un poco aire fresco.


Veo venir a dos pibes decididos a meterme el caño. Podría haber corrido pero no lo hice. Uno de capucha. Son dos. El otro me encara a cara descubierta, pero no me atrevo a mirarlo a los ojos.

El encapuchado me apunta con un fierro mientras el otro me bolsiquea. Me quita celular, el mp3 y 30 pesos, la tarjeta, el documento. Del susto me meo encima, un chorro largo.


Mientras me amenazan, bajo la cabeza y les digo: tranquilos, tranquilos, queriendo transmitirles seguridad. Que los tres estamos nerviosos, pero que nadie tiene porqué quedarse ahí tirado y muerto.


Después de despojarme de mis bienes me gritan: “¡quemá! ¡quemá! ¡dale, quemá!”. Simultáneamente voy procesando la información, tratando de interpretarla. Mi diccionario mental define:


Quemar: destruir a una persona o cosa con fuego.


Pero no, comprendo que lo que me exigen los muchachos no es eso. Con eso de “quemá” no me están incitando a incendiar algo. Me están ordenando que huya pero ¡ya!

¡Quemá! es algo así como “rajá…”, “picá la llanta…”, “tomate el palo…”, “volá…”, “hacete humo”, “pirate…”.


Yo nunca antes lo había escuchado de esa manera, pero así es el lenguaje cuando muta. Alguien en la esquina propone una ocurrencia y a partir de allí la expresión se difumina en los suburbios de la ciudad.


¡Quemá, quemá! Y yo que me voy corriendo hacia el boulevard San Juan, llorando como un cagón, con el jean todo meado, ampliando mi vocabulario permanentemente, por las buenas o por las malas.



*

jueves, 2 de diciembre de 2010

la pelota

Trotaban mis primeros días en la bahía y por alguna parte me encontré un encendedor Bic.

De inmediato realicé la prueba empírica y me percaté que no servía: no me obsequió ni una mísera chispa.

Pero mi suerte comenzó a cambiar aquella siesta dominguera en la que me adueñe de esta pelota de goma.

Navegando en marea baja la divisé por primera vez; ya sin moros en la costa.

Desde la arena se veía desinflada y malherida,

y siendo yo el único testigo del infantil abandono,

con seguridad la arrimé hacia la orilla.

Fue recién después de uno, dos, tres, cuatro toques, - y un taquito-,

cuando comprobé que la redonda aún divertía; y a partir de allí la hice mía.

Por entonces, yo vivía en la casita de arriba de la montaña,

a la que se llegaba por un caminito cuesta arriba que cansaba.

Irme de esa casa fue un trámite: no tenía más que arrojarle unas cuantas pilchas a la maleta.

Porfiado hurgué hasta en los espacios más recónditos buscando pertenencias que no existían.

Y fue al salir que nos volvimos a encontrar; ella estaba en un rincón de la terraza

pululando con un balde ajeno.

Con la mano que me quedaba libre (izquierda o derecha no afectaba el resultado) la abracé,

y le suspiré en secreto: “vente chiquita…vámonos”.

Después de mudarnos ambos nos adaptamos al nuevo hábitat.

Ella, por lo general, se la pasa embadurnada con la arena del balcón, yo no la reto casi: verla rodar me conmueve.

Los bichitos de las plantas andan diciendo por ahí que mi balón es un gran planeta,

pero las hormigas la tienen clara y no se comen el verso.

Como la quiero, trato de darle bola y cada tanto la pateo un poco;

aunque el resto de las horas lentas, permanece quieta y se aburre.